Muchas veces me pregunto cuál es el límite que define a una persona como seguidora de una corriente ideológica. La duda surge cuando analizo un hecho o situación sobre la cual no tengo una posición definida hacia un extremo ideológico. La discusión entre personas que no se conocen más que por las redes sociales, patentiza esa diversidad de opiniones en donde caben muchos colores. Ni los más radicales se ponen de acuerdo en cuáles deberían de ser esos límites permitidos dentro de su pensamiento lógico.

Fotografía de Carlos Hernández Ovalle
Uno de los temas recurrentes es la diversidad de género que riñe, en varios aspectos, con el feminismo. La participación de individuos “trans” en competencias deportivas exclusivas para mujeres es uno de esos argumentos álgidos que merecen ser abordados con seriedad y no bajo conceptos subjetivos. La lógica de una realidad física inscrita en el ADN de cada persona advierte de la objetividad con que debe tratarse el asunto. La percepción individual no cambia los designios de la naturaleza, por más que parezca políticamente correcto adherirse al movimiento incluyente.
Es curioso que, para los radicales del conservadurismo, todo lo que tenga la etiqueta de progresista es de izquierda y para los revolucionarios, no son más que unos despreciables moderados. En medio del fuego cruzado que surge de la polarización, el progresismo se empantana entre la diversidad sexual, la libertad individual, la equidad o la igualdad social y económica.
El análisis serio sobre estos temas presenta muchas aristas, por lo cual se corre el riesgo de no avanzar. Debe iniciar con debates de altura entre científicos, académicos y activistas de amplio criterio y capacidad, como punto de partida para establecer límites necesarios para la convivencia social. El problema es que esos límites podrían vulnerar la libertad individual que los mismos progresistas defienden. De allí que nos encontremos en una encrucijada difícil de solventar. No hay verdad pura ni realidad que valga frente al fanatismo ideológico, porque no se puede debatir si no existe la disposición de conceder la razón, aunque sea en una mínima parte, al contrario.
La historia demuestra que los errores se siguen cometiendo en diferentes regiones, con diferentes actores, en diversas circunstancias y por muchas razones que esgrimen gobernantes y gobernados. Un vistazo a los candidatos que puntean en las encuestas no manipuladas nos hace llevarnos las manos a la cabeza y preguntarnos, ¿Qué rayos piensa toda esa gente que sigue a esos candidatos? La única respuesta a esta pregunta es: la ambición.
Sí, la ambición de los líderes hace la diferencia entre un gobierno decente y uno que conducirá a la destrucción, sea cual sea la ideología que dicen profesar. Muchos gobernantes comenzaron con un discurso conciliador y democrático para terminar como pseudo dictadores, megalómanos que asesinan a su gente y roban el futuro a sus pueblos.
No importan los años que nos tome debatir sobre la ruta que queremos trazarnos como país para salir del subdesarrollo. No podemos seguir votando a ciegas basando nuestro criterio únicamente en una afinidad ideológica o los intereses personales.
En ese sentido, el conservadurismo neoliberal se queda sin argumentos cuando vemos que los migrantes con sus remesas son más eficientes para sustentar la macroeconomía que las grandes empresas de las que se jactan. Los revolucionarios de hueso colorado solo convencen a una minoría que no ha sido capaz de superar los reveses de un sistema que ha demostrado estar en contra de la naturaleza humana.
Por mucho que nos quebremos la cabeza tratando de encontrar un camino hacia el bienestar social, jamás debemos olvidar que somos seres cambiantes, que tenemos anhelos, ambiciones y un instinto de conservación que nos convierte en cautivos del dinero, el poder, la vanidad y la gloria.